Después de vivir los días de Pasión y Gloria de Jesús hemos caminado los cincuenta días de la PASCUA y, mientras nos acercamos al final de curso y las vacaciones de verano, vamos entrando en el “Tiempo Ordinario”.
Nos debe costar entrar en este tiempo, porque se multiplican las fiestas: La Ascensión, La Trinidad, Corpus Christi, Sagrado Corazón de Jesús y de María, Jesucristo Sumo y eterno sacerdote… y vamos llegando al verano, despacito, con exámenes y despedidas, con ganas de playa, de montaña, ¿de crucero?, y con la sombra de la crisis que posiblemente nos haga reestructurar nuestras vacaciones y encauzar nuestros sueños por otros derroteros...
Hace tiempo había quedado un día del mes de julio con un párroco buen amigo mío en su parroquia. Era por la tarde y cuando llegué lo encontré con una señora, agente de pastoral de la parroquia.
- Pasa estamos terminando de preparar la Eucaristía de las familias del domingo.
- ¿En julio también? Yo creía que teníais vacaciones.
- Dios no tiene vacaciones, me contestó ella con una sonrisa.
Me quedé pensando y viene a mi memoria en más de una ocasión. Dios no tiene vacaciones, y el tiempo no puede volver a ser “ordinario” cuando se ha tenido la experiencia de la PASCUA, la experiencia de la RESURRECCIÓN, la experiencia y la fuerza del ESPÍRITU. Cuando se tiene, la EXPERIENCIA, que es algo más que pasar la hoja del calendario o vestirnos de fiesta o de sport, como más nos guste.
Encuentro en Wikipedia (hace unos años hubiera ido a la “Espasa”, pero el tiempo, también el “ordinario”, cambia algunas costumbres) que el “Tiempo ordinario” suele ser definido como "el tiempo en que Cristo se hace presente y guía a su Iglesia por los caminos del mundo". Es un tiempo salpicado por los que denominamos “Tiempos fuertes”: Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua. Es el tiempo más largo del año litúrgico y donde Dios se hace presente en lo cotidiano, aunque a veces lo cotidiano sea reiterativo y hasta aburrido. Pero también en este “cotidiano” llega el verano y hay que encajar algunas circunstancias que no se dan en ese otro “cotidiano” de trabajo y estudio, exámenes y entrevistas, sonrisas detrás de un mostrador y quemaduras al salpicar el aceite o arrimarnos demasiado a la plancha.
Dios no hace vacaciones, aunque las parroquias se suelen ver más vacías, la catequesis y los grupos se suspenden y si nos acercamos a celebrar la Eucaristía dominical vemos caras desconocidas u otras que hacía muchos años que no veíamos.
No puedo dejar de insistir en que este tiempo de descanso es un tiempo propicio para experiencias personales y familiares, un tiempo para entrar dentro de nosotros mismos… sin prisas. Dejar crecer y acoger el deseo de estar a solas “con quien sabemos nos ama”, el Espíritu nos dota cada PENTECOSTÉS de sus dones, y ahora es tiempo de...
- detener mis pasos, serenar el ritmo acelerado de mi vida, y contemplar todo lo que Dios me ha dado, SERENAMENTE
- callar un momento, silenciar el torbellino de ideas y sentimientos para estar ante Él con todos mis sentidos, ATENTAMENTE
- romper todas las murallas que se alzan en torno a mí, y dejarle entrar a cualquier hora, TRANQUILAMENTE.
- vaciar mi casa y despojarme de todo lo que se me ha apegado para ofrecerle alojamiento DIGNAMEMTE
- estar sólo con Él, llenarme de su Espíritu y querer, para marchar luego al encuentro de todo ALEGREMENTE
- sentir su aliento dándome paz, vida y sentido, para vivir este momento con Él, POSITIVAMENTE.
Sí, es tiempo de entrar en nosotros mismos para conocernos, recrearnos en lo que el Señor nos ha regalado y nos regala, y dar un paso más, y otro, y otro más; porque no se trata de quedarnos ahí, “embobados”, sino de salir de nosotros mismos, (como personas, como familias, como comunidades cristianas) hacia todas las periferias existenciales y crecer en parresia, es decir en hablar y vivir de verdad, desde la verdad. Es el consejo que el papa Francisco dio a los obispos de la Conferencia episcopal Argentina y que nos da a cada uno de nosotros.
El papa Francisco, también dijo en esta ocasión que “una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga se enferma en la atmósfera viciada de su encierro. Es verdad también que a una Iglesia que sale le puede pasar lo que a cualquier persona que sale a la calle: tener un accidente. Ante esta alternativa, les quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma”. Lo mismo se puede aplicar a la comunidad parroquial, a la familia, a cada cristiano.
Os deo un par de ejercicios para este verano
Mª Victoria Alonso Domínguez , CM